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Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo,
botón de pensamiento que busca ser la rosa;
se anuncia con un beso que en mis labios se posa
al abrazo imposible de la Venus de Milo.
Adornan verdes palmas el blanco peristilo;
los astros me han predicho la visión de la Diosa;
y en mi alma reposa la luz como reposa
el ave de la luna sobre un lago tranquilo.
Y no hallo sino la palabra que huye,
la iniciación melódica que de la flauta fluye
y la barca del sueño que en el espacio boga;
y bajo la ventana de mi Bella-Durmiente,
el sollozo continuo del chorro de la fuente
y el cuello del gran cisne blanco que me interroga.
Buey que vi en mi niñez echando vaho un día
bajo el nicaragüense sol de encendidos oros,
en la hacienda fecunda, plena de la armonía
del trópico; paloma de los bosques sonoros
del viento, de las hachas, de pájaros y toros
salvajes, yo os saludo, pues sois la vida mía.
Pesado buey, tú evocas la dulce madrugada
que llamaba a la ordeña de la vaca lechera,
cuando era mi existencia toda blanca y rosada;
y tú, paloma arrulladora y montañera,
significas en mi primavera pasada
todo lo que hay en la divina Primavera.
Cuando iba yo a montar ese caballo rudo
y tembloroso, dije: «La vida es pura y bella.»
Entre sus cejas vivas vi brillar una estrella.
El cielo estaba azul, y yo estaba desnudo.
Sobre mi frente Apolo hizo brillar su escudo
y de Belerofonte logré seguir la huella.
Toda cima es ilustre si Pegas o la sella,
y yo, fuerte, he subido donde Pegaso pudo.
Yo soy el caballero de la humana energía,
yo soy el que presenta su cabeza triunfante
coronada con el laurel del Rey del día;
domador del corcel de cascos de diamante,
voy en un gran volar, con la aurora por guía,
adelante en el vasto azur, ¡siempre adelante!
La dulzura del ángelus matinal y divino
que diluyen ingenuas campanas provinciales,
en un aire inocente a fuerza de rosales,
de plegaria, de ensueño de virgen y de trino
de ruiseñor, opuesto todo al rudo destino
que no cree en Dios... El áureo ovillo vespertino
que la tarde devana tras opacos cristales
por tejer la inconsútil tela de nuestros males,
todos hechos de carne y aromados de vino...
y esta atroz amargura de no gustar de nada,
de no saber adónde dirigir nuestra prora,
mientras el pobre esquife en la noche cerrada
va en las hostiles olas huérfano de la aurora...
(¡Oh süaves campanas entre la madrugada!)
¡Oh terremoto mental!
Yo sentí un día en mi cráneo
como el caer subitáneo
de una Babel de cristal.
De Pascal miré al abismo,
y vi lo que pudo ver
cuando sintió Baudelaire
«el ala del idiotismo».
Hay, no obstante, que ser fuerte:
pasar todo precipicio
y ser vencedor del Vicio,
de la Locura y la Muerte.
¡Ay, triste del que un día en su esfinge interior
pone los ojos e interroga! Está perdido.
¡Ay del que pide eurekas al placer o al dolor!
Dos dioses hay, y son: Ignorancia y Olvido.
Lo que el árbol desea decir y dice al viento,
y lo que el animal manifiesta en su instinto,
cristalizamos en palabra y pensamiento.
Nada más que maneras expresan lo distinto.
Amar, amar, amar, amar siempre, con todo
el ser y con la tierra y con el cielo,
con lo claro del sol y lo oscuro del lodo:
amar por toda ciencia y amar por todo anhelo.
Y cuando la montaña de la vida
nos sea dura y larga y alta y llena de abismos,
amar la inmensidad que es de amor encendida
¡y arder en la fusión de nuestros pechos mismos!
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